Hubo un tiempo en donde la nada estaba en todas partes. Era una completa y total nadería que constantemente se desperezaba de su sueño eterno -medio a los tumbos- borroneando fronteras probables y dejando a la tierra hacer y deshacer con la autoridad que le otorgaba su propia ancianidad. Era un completo vacío lleno de nada.
Y a pesar de que nunca nadie ha podido documentarla, esta nadería tenía una forma bien definida: era una selva en donde las diferentes especies que no existían luchaban por una supervivencia infundada, y en donde todo era mucho porque lo poco escaseaba hasta casi desaparecer. Era un espacio colmado de signos, de significaciones absolutas, pero que sin embargo nadie habría de leer, puesto nadie habría de transitar semejante espacio. No era un tablero sin fichas en el cual no se sabría cómo jugar; era un tablero que no necesitaba de fichas para ser jugado.
Y hubo también un tiempo, paradójicamente, en donde alguien soñó un sueño de futuro, y con los ojos bien abiertos comenzó a poblar lo despoblado. Era un sueño de grandes verticales y de senderos previsibles que empezaban aquí para terminar allá, y en donde todos sabían como funcionaba la cosa. No sólo había fichas: también existía el miedo de perderlas.
Y así fue, entonces, como la nada quedó enjaulada. Presa en los intersticios de la modernidad, la selva se hizo ciudad y las banderas de unos cuantos justificaron sus propias criptografías. Parado frente al cabildo, en pleno corazón de la ciudad de Salta, cierro los ojos y me sorprende una hipótesis: las ciudades son las hijas del miedo; del miedo a volver a ser la selva.
Y a pesar de que nunca nadie ha podido documentarla, esta nadería tenía una forma bien definida: era una selva en donde las diferentes especies que no existían luchaban por una supervivencia infundada, y en donde todo era mucho porque lo poco escaseaba hasta casi desaparecer. Era un espacio colmado de signos, de significaciones absolutas, pero que sin embargo nadie habría de leer, puesto nadie habría de transitar semejante espacio. No era un tablero sin fichas en el cual no se sabría cómo jugar; era un tablero que no necesitaba de fichas para ser jugado.
Y hubo también un tiempo, paradójicamente, en donde alguien soñó un sueño de futuro, y con los ojos bien abiertos comenzó a poblar lo despoblado. Era un sueño de grandes verticales y de senderos previsibles que empezaban aquí para terminar allá, y en donde todos sabían como funcionaba la cosa. No sólo había fichas: también existía el miedo de perderlas.
Y así fue, entonces, como la nada quedó enjaulada. Presa en los intersticios de la modernidad, la selva se hizo ciudad y las banderas de unos cuantos justificaron sus propias criptografías. Parado frente al cabildo, en pleno corazón de la ciudad de Salta, cierro los ojos y me sorprende una hipótesis: las ciudades son las hijas del miedo; del miedo a volver a ser la selva.