Advertencia

Las páginas que a continuación Usted habrá de leer -si es que aún no se ha inclinado por otra actividad menos presuntuosa- no pertenecen ni a la ficción ni a la realidad. Son páginas que bien podrían haber sido escritas en tiempos pasados pero que, sin embargo, han de escribirse inútilmente más adelante. Son páginas en blanco para ser leías sin afanes ni convicciones. Son un producto desechable, créame.
Pero antes de que se dé a la epopeya de volver a Google, déjeme decirle algo: si Usted puede mirar con ojos de niño como lo hizo alguna vez; si es capaz de aceptar que la vida no es tan mezquina como parece; si tiene la valentía de asumir que la muerte es mentira; entonces, quizás estas páginas puedan decirle algo. Nada revelador, permítame interrumpirlo. En tiempos en donde se ha perdido la posibilidad del sueño, lo último que Usted necesita -creo yo- son revelaciones.
Pero eso sí: podrán hablarle de algunas cosas que me han pasado. Y le prometo que esta charla no tomará mucho tiempo: sólo serán pequeños recortes que me he querido quedar; pequeñas marcas que han de permanecer en mí.
Por lo tanto, le propongo un trato: lea tranquilo y sin pedirme explicaciones. No es una biografía, así que no tendrá motivos para hacerlo. Y no se atormente por la falta de certezas. Esta es una huella que sólo intenta persistir así. Es un intento, nada más.

17 de noviembre de 2007

Anatomía del viaje: capítulo V


Hubo un tiempo en donde la nada estaba en todas partes. Era una completa y total nadería que constantemente se desperezaba de su sueño eterno -medio a los tumbos- borroneando fronteras probables y dejando a la tierra hacer y deshacer con la autoridad que le otorgaba su propia ancianidad. Era un completo vacío lleno de nada.
Y a pesar de que nunca nadie ha podido documentarla, esta nadería tenía una forma bien definida: era una selva en donde las diferentes especies que no existían luchaban por una supervivencia infundada, y en donde todo era mucho porque lo poco escaseaba hasta casi desaparecer. Era un espacio colmado de signos, de significaciones absolutas, pero que sin embargo nadie habría de leer, puesto nadie habría de transitar semejante espacio. No era un tablero sin fichas en el cual no se sabría cómo jugar; era un tablero que no necesitaba de fichas para ser jugado.
Y hubo también un tiempo, paradójicamente, en donde alguien soñó un sueño de futuro, y con los ojos bien abiertos comenzó a poblar lo despoblado. Era un sueño de grandes verticales y de senderos previsibles que empezaban aquí para terminar allá, y en donde todos sabían como funcionaba la cosa. No sólo había fichas: también existía el miedo de perderlas.
Y así fue, entonces, como la nada quedó enjaulada. Presa en los intersticios de la modernidad, la selva se hizo ciudad y las banderas de unos cuantos justificaron sus propias criptografías. Parado frente al cabildo, en pleno corazón de la ciudad de Salta, cierro los ojos y me sorprende una hipótesis: las ciudades son las hijas del miedo; del miedo a volver a ser la selva.