Advertencia

Las páginas que a continuación Usted habrá de leer -si es que aún no se ha inclinado por otra actividad menos presuntuosa- no pertenecen ni a la ficción ni a la realidad. Son páginas que bien podrían haber sido escritas en tiempos pasados pero que, sin embargo, han de escribirse inútilmente más adelante. Son páginas en blanco para ser leías sin afanes ni convicciones. Son un producto desechable, créame.
Pero antes de que se dé a la epopeya de volver a Google, déjeme decirle algo: si Usted puede mirar con ojos de niño como lo hizo alguna vez; si es capaz de aceptar que la vida no es tan mezquina como parece; si tiene la valentía de asumir que la muerte es mentira; entonces, quizás estas páginas puedan decirle algo. Nada revelador, permítame interrumpirlo. En tiempos en donde se ha perdido la posibilidad del sueño, lo último que Usted necesita -creo yo- son revelaciones.
Pero eso sí: podrán hablarle de algunas cosas que me han pasado. Y le prometo que esta charla no tomará mucho tiempo: sólo serán pequeños recortes que me he querido quedar; pequeñas marcas que han de permanecer en mí.
Por lo tanto, le propongo un trato: lea tranquilo y sin pedirme explicaciones. No es una biografía, así que no tendrá motivos para hacerlo. Y no se atormente por la falta de certezas. Esta es una huella que sólo intenta persistir así. Es un intento, nada más.

12 de noviembre de 2007

Del tiempo y sus ingenuidades


Sobre la calle Batalla de Salta al 500, cerca de la calle San martín, una puerta de hierro forjado se alza como preámbulo de mágicos andares. Tras ella, una casa de más de cien años es el escenario donde se anida el tiempo.
El patio principal, de baldosas pisadas y grises, da paso a grandes habitaciones de techos altos y de historias que se resisten al olvido. El garaje, sobre la derecha de aquella particular geografía, apila cajas viejas con revistas aún más viejas, fotos, y el recuerdo de un Ford A blanco que pudo escucharse rugir durante años en la ciudad de Mercedes, en la provincia de Corrientes.
El sol aún no ha salido, es temprano; pero Don José Antonio Ansóla está levantado desde las 5:30. Después de matear un rato en su cocina a leña rezará el rosario. Siempre reza el rosario a la misma hora, y bendice todos los días a sus nietos y bisnietos.
A media mañana encenderá con una braza el primero de los dos cigarros que fuma diariamente. Sentado en una silla bajo aquella puerta, pasará las horas en medio de los abatares del mundo y de las moscas. Con sus noventa años, Don José sabe que el tiempo es una variable mentirosa. -Él es un viejo caprichoso- dice al pasar una vecina que quizás haya sido su amante.
Al mediodía comerá algo sencillo y se entregará al silencio de la siesta. Como en tantos lugares, la siesta en Mercedes más que un hábito es una relación de pertenencia. Ya sobre la tarde, se dará de lleno a la charla con todos aquellos que puedan detener sus cotidianos andares para transitar otros caminos. Don José está lleno de historias, y los comerciantes del lugar saben que Don José siempre les cambia los finales. Por eso ya ni se acercan, y les dejan el privilegiado lugar a los transeúntes. Las historias irán y vendrán, al igual que el tiempo.
Y cuando la luz del día, muerta de sueño, permita la llegada de la noche, noche fría en Mercedes, aquella puerta de hierro forjado se cerrará sin llave, y un viaje subterráneo por la memoria irá acunando a Don José. El tiempo es una variable mentirosa, y Dios lo sabe. Es por eso que jamás juega a los dados. Su terreno es el de las matemáticas y no el del azar. Pero el viejo Ansóla es un viejo pícaro, bicho de bichos. Y entre mate y mate, entre charla y charla, y entre tanta vida, le desordena las cuentas permanentemente.