Y fue entonces que un día los Dioses autorizaron el nacimiento. La madre Mar, vieja madre de todos los tiempos, dio a luz a la última de sus hijas en un parto que duró algo más de dos mil años. Las Américas habían irrumpido las aguas y empezaban a sentir sobre la piel los primeros rayos del sol.
Sobre esta parte del nuevo continente, según cuentan los que aún mantienen el sueño despierto, el levantamiento jujeño no se hizo esperar. Estaba loco de ganas de nacer y de mostrar como la Puna, la Quebrada y los Valles Calchaquíes, sus joyas eternas, le adornaban el cuerpo.
Por aquel entonces, y entre tanto alboroto, el cielo -vanidoso como lo ha sido siempre- suplicó a los Dioses por un espejo en donde poder arreglarse para conmover a los poetas y enamorar a los amantes cuando llegase la noche. Y su pedido fue concedido.
A unos quince kilómetros de Purmamarca el cielo tiene su pequeño ajuar. Se levanta todas las mañanas, a veces contento, a veces no tanto, y se pasa el día entero mirándose la cara en las Salinas Grandes. Cerca de allí, un pueblo de no más de diez casas cobija a quienes se han dado a la tarea de mantener limpio y cuidado el eterno capricho del cielo. Todos los días de sus vidas, ellos, sus hijos por nacer y sus nietos que ya vendrán, han de ir y volver de ese gran desierto de sal.
Me descalzo con entusiasmo y me entrego a la sensación de una suave aspereza. Es blanco como la nieve. Es un espejo que lleva miles de millones de años reflejando día y noche el azul del cielo.A lo lejos, bien a lo lejos, la línea del horizonte los une a la perfección, y se hace difícil saber quien está mirando a quien, y por qué.
Sobre esta parte del nuevo continente, según cuentan los que aún mantienen el sueño despierto, el levantamiento jujeño no se hizo esperar. Estaba loco de ganas de nacer y de mostrar como la Puna, la Quebrada y los Valles Calchaquíes, sus joyas eternas, le adornaban el cuerpo.
Por aquel entonces, y entre tanto alboroto, el cielo -vanidoso como lo ha sido siempre- suplicó a los Dioses por un espejo en donde poder arreglarse para conmover a los poetas y enamorar a los amantes cuando llegase la noche. Y su pedido fue concedido.
A unos quince kilómetros de Purmamarca el cielo tiene su pequeño ajuar. Se levanta todas las mañanas, a veces contento, a veces no tanto, y se pasa el día entero mirándose la cara en las Salinas Grandes. Cerca de allí, un pueblo de no más de diez casas cobija a quienes se han dado a la tarea de mantener limpio y cuidado el eterno capricho del cielo. Todos los días de sus vidas, ellos, sus hijos por nacer y sus nietos que ya vendrán, han de ir y volver de ese gran desierto de sal.
Me descalzo con entusiasmo y me entrego a la sensación de una suave aspereza. Es blanco como la nieve. Es un espejo que lleva miles de millones de años reflejando día y noche el azul del cielo.A lo lejos, bien a lo lejos, la línea del horizonte los une a la perfección, y se hace difícil saber quien está mirando a quien, y por qué.