Advertencia

Las páginas que a continuación Usted habrá de leer -si es que aún no se ha inclinado por otra actividad menos presuntuosa- no pertenecen ni a la ficción ni a la realidad. Son páginas que bien podrían haber sido escritas en tiempos pasados pero que, sin embargo, han de escribirse inútilmente más adelante. Son páginas en blanco para ser leías sin afanes ni convicciones. Son un producto desechable, créame.
Pero antes de que se dé a la epopeya de volver a Google, déjeme decirle algo: si Usted puede mirar con ojos de niño como lo hizo alguna vez; si es capaz de aceptar que la vida no es tan mezquina como parece; si tiene la valentía de asumir que la muerte es mentira; entonces, quizás estas páginas puedan decirle algo. Nada revelador, permítame interrumpirlo. En tiempos en donde se ha perdido la posibilidad del sueño, lo último que Usted necesita -creo yo- son revelaciones.
Pero eso sí: podrán hablarle de algunas cosas que me han pasado. Y le prometo que esta charla no tomará mucho tiempo: sólo serán pequeños recortes que me he querido quedar; pequeñas marcas que han de permanecer en mí.
Por lo tanto, le propongo un trato: lea tranquilo y sin pedirme explicaciones. No es una biografía, así que no tendrá motivos para hacerlo. Y no se atormente por la falta de certezas. Esta es una huella que sólo intenta persistir así. Es un intento, nada más.

12 de noviembre de 2007

Anatomía del viaje: capítulo IV


Y fue entonces que un día los Dioses autorizaron el nacimiento. La madre Mar, vieja madre de todos los tiempos, dio a luz a la última de sus hijas en un parto que duró algo más de dos mil años. Las Américas habían irrumpido las aguas y empezaban a sentir sobre la piel los primeros rayos del sol.
Sobre esta parte del nuevo continente, según cuentan los que aún mantienen el sueño despierto, el levantamiento jujeño no se hizo esperar. Estaba loco de ganas de nacer y de mostrar como la Puna, la Quebrada y los Valles Calchaquíes, sus joyas eternas, le adornaban el cuerpo.
Por aquel entonces, y entre tanto alboroto, el cielo -vanidoso como lo ha sido siempre- suplicó a los Dioses por un espejo en donde poder arreglarse para conmover a los poetas y enamorar a los amantes cuando llegase la noche. Y su pedido fue concedido.
A unos quince kilómetros de Purmamarca el cielo tiene su pequeño ajuar. Se levanta todas las mañanas, a veces contento, a veces no tanto, y se pasa el día entero mirándose la cara en las Salinas Grandes. Cerca de allí, un pueblo de no más de diez casas cobija a quienes se han dado a la tarea de mantener limpio y cuidado el eterno capricho del cielo. Todos los días de sus vidas, ellos, sus hijos por nacer y sus nietos que ya vendrán, han de ir y volver de ese gran desierto de sal.
Me descalzo con entusiasmo y me entrego a la sensación de una suave aspereza. Es blanco como la nieve. Es un espejo que lleva miles de millones de años reflejando día y noche el azul del cielo.A lo lejos, bien a lo lejos, la línea del horizonte los une a la perfección, y se hace difícil saber quien está mirando a quien, y por qué.