Atrás han quedado Molinos, Angastaco, San Carlos y Animaná. Una serie de pueblitos de aspecto colonial en donde la vida transcurre de igual modo todos los días, y en donde su gente ha de quedarse para siempre. Son lugares muy pequeños y de gran belleza; casi todos iguales. Lugares en donde no hay turistas y a donde uno llega casi sin querer.
Hace largas horas que la ruta cuarenta nos lleva sin pausa y con bastante prisa. Somos catorce viajeros en una camioneta modelo sesenta, algo estropeada, amontonados entre mochilas y bolsas de dormir; entre mates amargos y algunas empanadas de carne con quínoa. Estamos contentos. Hay buena charla y el día es espléndido.
A uno de los costados del vehículo, medio escondida entre tantos bártulos, mi compañera es la primera en advertirlo. La veo abrir grande los ojos y señalar con el dedo. Inmediatamente y por el asombro que demuestra, giramos la cabeza y miramos hacia adelante. Es algo único, pocas veces visto.
Boquiabiertos y balbuceando uno encima del otro comenzamos a preguntarnos si alguien sabe qué es lo que estamos viendo. Es la Quebrada de las Flechas, esputa el conductor de la chata con una naturalidad que nos deja pasmados. Y agrega mientras se ríe: tiene esa forma porque al viento le gusta bailar.
Estamos estupefactos. Son algo más de mil metros de formaciones rocosas de color gris verdoso; con picos filosos y puntiagudos, apoyadas unas sobre otras a cuarenta y cinco grados, y que apuntan al cielo. Parecen flechas, en verdad.
Faltan sólo un par de kilómetros por la ruta cuarenta para llegar a Cafayate. Ahí estaremos unos cuantos días recorriendo viñedos y saboreando el torrontés. Ahí estaremos unos cuantos días de viaje dentro del viaje.
Hace largas horas que la ruta cuarenta nos lleva sin pausa y con bastante prisa. Somos catorce viajeros en una camioneta modelo sesenta, algo estropeada, amontonados entre mochilas y bolsas de dormir; entre mates amargos y algunas empanadas de carne con quínoa. Estamos contentos. Hay buena charla y el día es espléndido.
A uno de los costados del vehículo, medio escondida entre tantos bártulos, mi compañera es la primera en advertirlo. La veo abrir grande los ojos y señalar con el dedo. Inmediatamente y por el asombro que demuestra, giramos la cabeza y miramos hacia adelante. Es algo único, pocas veces visto.
Boquiabiertos y balbuceando uno encima del otro comenzamos a preguntarnos si alguien sabe qué es lo que estamos viendo. Es la Quebrada de las Flechas, esputa el conductor de la chata con una naturalidad que nos deja pasmados. Y agrega mientras se ríe: tiene esa forma porque al viento le gusta bailar.
Estamos estupefactos. Son algo más de mil metros de formaciones rocosas de color gris verdoso; con picos filosos y puntiagudos, apoyadas unas sobre otras a cuarenta y cinco grados, y que apuntan al cielo. Parecen flechas, en verdad.
Faltan sólo un par de kilómetros por la ruta cuarenta para llegar a Cafayate. Ahí estaremos unos cuantos días recorriendo viñedos y saboreando el torrontés. Ahí estaremos unos cuantos días de viaje dentro del viaje.