Advertencia

Las páginas que a continuación Usted habrá de leer -si es que aún no se ha inclinado por otra actividad menos presuntuosa- no pertenecen ni a la ficción ni a la realidad. Son páginas que bien podrían haber sido escritas en tiempos pasados pero que, sin embargo, han de escribirse inútilmente más adelante. Son páginas en blanco para ser leías sin afanes ni convicciones. Son un producto desechable, créame.
Pero antes de que se dé a la epopeya de volver a Google, déjeme decirle algo: si Usted puede mirar con ojos de niño como lo hizo alguna vez; si es capaz de aceptar que la vida no es tan mezquina como parece; si tiene la valentía de asumir que la muerte es mentira; entonces, quizás estas páginas puedan decirle algo. Nada revelador, permítame interrumpirlo. En tiempos en donde se ha perdido la posibilidad del sueño, lo último que Usted necesita -creo yo- son revelaciones.
Pero eso sí: podrán hablarle de algunas cosas que me han pasado. Y le prometo que esta charla no tomará mucho tiempo: sólo serán pequeños recortes que me he querido quedar; pequeñas marcas que han de permanecer en mí.
Por lo tanto, le propongo un trato: lea tranquilo y sin pedirme explicaciones. No es una biografía, así que no tendrá motivos para hacerlo. Y no se atormente por la falta de certezas. Esta es una huella que sólo intenta persistir así. Es un intento, nada más.

17 de noviembre de 2007

Anatomía del viaje: capítulo VII


Atrás han quedado Molinos, Angastaco, San Carlos y Animaná. Una serie de pueblitos de aspecto colonial en donde la vida transcurre de igual modo todos los días, y en donde su gente ha de quedarse para siempre. Son lugares muy pequeños y de gran belleza; casi todos iguales. Lugares en donde no hay turistas y a donde uno llega casi sin querer.
Hace largas horas que la ruta cuarenta nos lleva sin pausa y con bastante prisa. Somos catorce viajeros en una camioneta modelo sesenta, algo estropeada, amontonados entre mochilas y bolsas de dormir; entre mates amargos y algunas empanadas de carne con quínoa. Estamos contentos. Hay buena charla y el día es espléndido.
A uno de los costados del vehículo, medio escondida entre tantos bártulos, mi compañera es la primera en advertirlo. La veo abrir grande los ojos y señalar con el dedo. Inmediatamente y por el asombro que demuestra, giramos la cabeza y miramos hacia adelante. Es algo único, pocas veces visto.
Boquiabiertos y balbuceando uno encima del otro comenzamos a preguntarnos si alguien sabe qué es lo que estamos viendo. Es la Quebrada de las Flechas, esputa el conductor de la chata con una naturalidad que nos deja pasmados. Y agrega mientras se ríe: tiene esa forma porque al viento le gusta bailar.
Estamos estupefactos. Son algo más de mil metros de formaciones rocosas de color gris verdoso; con picos filosos y puntiagudos, apoyadas unas sobre otras a cuarenta y cinco grados, y que apuntan al cielo. Parecen flechas, en verdad.
Faltan sólo un par de kilómetros por la ruta cuarenta para llegar a Cafayate. Ahí estaremos unos cuantos días recorriendo viñedos y saboreando el torrontés. Ahí estaremos unos cuantos días de viaje dentro del viaje.