Advertencia

Las páginas que a continuación Usted habrá de leer -si es que aún no se ha inclinado por otra actividad menos presuntuosa- no pertenecen ni a la ficción ni a la realidad. Son páginas que bien podrían haber sido escritas en tiempos pasados pero que, sin embargo, han de escribirse inútilmente más adelante. Son páginas en blanco para ser leías sin afanes ni convicciones. Son un producto desechable, créame.
Pero antes de que se dé a la epopeya de volver a Google, déjeme decirle algo: si Usted puede mirar con ojos de niño como lo hizo alguna vez; si es capaz de aceptar que la vida no es tan mezquina como parece; si tiene la valentía de asumir que la muerte es mentira; entonces, quizás estas páginas puedan decirle algo. Nada revelador, permítame interrumpirlo. En tiempos en donde se ha perdido la posibilidad del sueño, lo último que Usted necesita -creo yo- son revelaciones.
Pero eso sí: podrán hablarle de algunas cosas que me han pasado. Y le prometo que esta charla no tomará mucho tiempo: sólo serán pequeños recortes que me he querido quedar; pequeñas marcas que han de permanecer en mí.
Por lo tanto, le propongo un trato: lea tranquilo y sin pedirme explicaciones. No es una biografía, así que no tendrá motivos para hacerlo. Y no se atormente por la falta de certezas. Esta es una huella que sólo intenta persistir así. Es un intento, nada más.

7 de noviembre de 2007

Lo que no quiero ver en tres actos desesperados


Acto Primero:
En la eterna pelea entre el mar y las rocas, los que inevitablemente pierden son los cangrejos. Esta interesante idea presenta al menos tres intenciones. La primera se hace visible a simple vista, y es aquella que seduce con una semántica impecable. La segunda, no con mucha claridad, deja advertir una significación algo más que probable. La tercera, ya bien en el fondo, posee reminiscencias filosóficas que se relacionan de forma directa con lo más humano que aún le queda al hombre. Trataré de explicarme…
Lo inevitable de algunas cosas, a menudo y sin pagar peaje, suele ser himno y bandera de muchas justificaciones. Acciones de toda índole son llevadas a cabo constantemente con la tranquilidad que provocan algunos fármacos que, a mi parecer, forman parte de una ecuación facilista y decididamente interesada. Sin embargo, no es éste aspecto el que motiva estas líneas, ya que puedo comprender el por qué del porque, si es que tal cosa existe. Lo que más bien origina éste inútil ensayo es el desconocimiento de quienes no ven o -para peor- no quieren ver que detrás de todo acontecimiento que conlleva una supuesta inevitabilidad se encuentra siempre una elección: un acto como causa y origen antes que un hecho como consecuencia inevitable. Creo que es la elección lo que se nos presenta como verdaderamente inevitable, ya que incluso no eligiendo estamos, de alguna manera, conjugando el verbo elegir.
Lo que no quiero ver es cómo se hace y se deshace sin que nadie pierda el sueño: los que quieren, los que pueden, y los que debieran alguna puta vez en la vida.
Por suerte para ellos, los cangrejos están exentos de tan rabiosa distinción.
Acto Segundo:
No me preocupa que mis hijos digan malas palabras. Lo que me preocupa es que cuando hablen digan: ¿Viste ese coso? Bueno, arriba le pones un coso para que no se caiga y otro coso para que ande bien. Y te queda un coso bárbaro, como el coso de Alvarito...
Bien se preguntó el negro Fontanarrosa en el III Congreso Internacional de la Lengua Española: ¿quién fue el que diagnosticó que hay palabras buenas y palabras malas? Con independencia de la postura que se pueda adoptar en torno a cómo se habla cuando se habla, lo cierto es que la lengua está hecha de un material rico e inagotable. A pesar de que algunos sesentones desmerezcan expresiones como “me cabe”, “haceme la segunda” o “no me da”, argumentando con los ojos en sangre que los jóvenes de hoy no saben hablar, no creo que haya que hacerse demasiado problema. Todas las épocas han tenido a quienes han hecho de la lengua como código algo flexible, fresco y -sobre todo- constantemente renombrable. Piénsese sino en los años del tango y en la cultura arrabalera, o en la literatura de Cortazar (¡imagino las caras de espanto de algunos señores!). Lo que si creo merece al menos una charla mate de por medio es la manera en que ponemos en acto la “diversidad” de la lengua en general y el uso de sus vocablos en particular; y la gran cantidad de jóvenes que utilizan cinco veces la misma palabra en una oración de no más de dos renglones.
Lo que no quiero ver son las minas “o sea”, los pibes “¿me entendés?” y los futbolistas “bueno, yo creo…”.
Acto Tercero, final, conclusión compulsiva, desacato y llanto:
No quiero ver hombres y mujeres intentando contestar setenta y ocho preguntas sin respirar y sin babear, o bailando qué sé yo qué baile para salvar las pocas pulgas en un programa de concurso.
No quiero ver cómo los que tienen la sartén por el mango se nos cagan de risa, mientras los que salen a poner el lomo se la pasan corriendo la liebre y pariendo la vida.
No quiero ver más puntos finales.
No quiero ver la devoción sin sentido y hasta el cansancio por lo que nos proponen cotidianamente.
No quiero ver a la dueña del kiosco poniendo sus ansias en Osvaldo Laport, ni a su marido que siempre llega cansado y dice lo mismo.
No quiero ver llorar a mi chica, y no me importa si los dolores no tienen que ver con el merecimiento.
No quiero verme la cara cuando mi abuela me pregunte por enésima vez qué es lo que hace un comunicador social.
No quiero ver a los que esperan.Y no quiero ver, sepan perdonarme, cómo se me pasan los días pensando las incontables razones que hay en éste mundo para tanta estupidez.