
Levanto la vista y una puerta entre abierta me invita a pasar. Es una puerta vieja, de madera, de esas que ya no se ven. No tiene llave ni picaporte, sólo conserva un pequeño vaivén fruto de largos años de abrirse y cerrarse laboriosamente. Con pasos de niño me voy acercando mientras un claro de luz, desde una ventana cercana, a mi derecha, me entibia la piel. Escucho de fondo una radio cualquiera -noticias que ya no importan- y el crujido característico del mimbre desprendiéndose de una silla mecedora.
Muy suavemente empujo la puerta y un olor a cocina me invade el alma, en un ahogo que difícilmente podré olvidar. No es una cocina y nada más. Es la cocina de Doña Tita, mi abuela, que se alza imponente. Chiquita, enigmática, olvidada; perdida en una casona de estilo colonial que resiste al paso de los años y de la humedad. Mis ojos quieren dejar de ver para empezar a mirar. Todavía hay harina sobre la mesada, y el agua está a punto de hervir. Parece que hoy seremos muchos a la mesa.
Sabés abuela, quiero ser bombero o policía en moto; o mejor no, quiero ser abogado. Voy a poner en penitencia a todos los que hacen renegar o no convidan; a los que les pegan a los perros. Quiero que a nadie le falte un tren o un puñado de caramelos ácidos...
El piso es de mosaico duro: cuadrados de veinte por veinte en gris y marrón. Está limpio (creo que siempre lo ha estado). A mi izquierda, las contradicciones del tiempo y sus andares: una máquina de coser “Singer” y una heladera cuatro estrellas se disputan la preferencia. La resistencia y el cambio, algunas veces, pueden convivir en paz.
Una mesa chiquita con cuatro sillas y un pequeño mueble -por detrás- ocupan orgullosamente el centro de la cocina. Una gran cantidad de cacharros, sartenes y ollas se esconden bajo la mesada, mientras que, por encima, bien a la vista, se lucen latas y frascos de "Terrabusi” y otras marcas con logos y tipografías características de otro siglo.
Sigo mirando. La pileta y los platos ausentes; el horno y las hornallas. Me detengo en otro ahogo: la pava para el mate yace resplandeciente a la espera del fuego (pero el fuego es de otro tiempo).
Vení abuela, dejá esos platos y esas aspirinas que te quiero contar cómo voy a hacer para cambiar al mundo. No importa que hayan pasado tantos golpes de estado y tanta dictadura, y que te hayamos enterrado en una mañana que fue para siempre. No, no importa. Hablame del abuelo y del sindicato del calzado, quiero saber. Enseñame a defender el honor de ser uno mismo y contame cómo se sangra en busca de la dignidad...
Decime abuela cómo hiciste para entenderlo todo sin preguntar, sin desesperar. Y no me mires así, con los ojos cansados, si todavía suena un tango del Polaco y vos, en éste abril de fiesta, me ayudás con la letra. Dormí si querés, dormí; que yo estoy acá despierto y en silencio, con una sonrisa entre labios, viéndote, con los ojos lluviosos...
La geografía se completa con un calefón que, quizás, aún funcione y otra puerta -más humilde ésta y con mosquitero- que da al patio justo para tender la ropa.
Suspiro frente a la puerta que hace instantes me invitó a pasar y pienso en lo evidente de las cosas. Levanto la vista, nuevamente. Clavado con una chinche, un almanaque grande, con marco de metal, se muestra en la parte de atrás de dicha puerta.
Sabés abuela, quiero ser bombero o policía en moto; o mejor no, quiero ser abogado. Voy a poner en penitencia a todos los que hacen renegar o no convidan; a los que les pegan a los perros. Quiero que a nadie le falte un tren o un puñado de caramelos ácidos...
El piso es de mosaico duro: cuadrados de veinte por veinte en gris y marrón. Está limpio (creo que siempre lo ha estado). A mi izquierda, las contradicciones del tiempo y sus andares: una máquina de coser “Singer” y una heladera cuatro estrellas se disputan la preferencia. La resistencia y el cambio, algunas veces, pueden convivir en paz.
Una mesa chiquita con cuatro sillas y un pequeño mueble -por detrás- ocupan orgullosamente el centro de la cocina. Una gran cantidad de cacharros, sartenes y ollas se esconden bajo la mesada, mientras que, por encima, bien a la vista, se lucen latas y frascos de "Terrabusi” y otras marcas con logos y tipografías características de otro siglo.
Sigo mirando. La pileta y los platos ausentes; el horno y las hornallas. Me detengo en otro ahogo: la pava para el mate yace resplandeciente a la espera del fuego (pero el fuego es de otro tiempo).
Vení abuela, dejá esos platos y esas aspirinas que te quiero contar cómo voy a hacer para cambiar al mundo. No importa que hayan pasado tantos golpes de estado y tanta dictadura, y que te hayamos enterrado en una mañana que fue para siempre. No, no importa. Hablame del abuelo y del sindicato del calzado, quiero saber. Enseñame a defender el honor de ser uno mismo y contame cómo se sangra en busca de la dignidad...
Decime abuela cómo hiciste para entenderlo todo sin preguntar, sin desesperar. Y no me mires así, con los ojos cansados, si todavía suena un tango del Polaco y vos, en éste abril de fiesta, me ayudás con la letra. Dormí si querés, dormí; que yo estoy acá despierto y en silencio, con una sonrisa entre labios, viéndote, con los ojos lluviosos...
La geografía se completa con un calefón que, quizás, aún funcione y otra puerta -más humilde ésta y con mosquitero- que da al patio justo para tender la ropa.
Suspiro frente a la puerta que hace instantes me invitó a pasar y pienso en lo evidente de las cosas. Levanto la vista, nuevamente. Clavado con una chinche, un almanaque grande, con marco de metal, se muestra en la parte de atrás de dicha puerta.
Los días se han borrado y el año no se puede leer.