Advertencia

Las páginas que a continuación Usted habrá de leer -si es que aún no se ha inclinado por otra actividad menos presuntuosa- no pertenecen ni a la ficción ni a la realidad. Son páginas que bien podrían haber sido escritas en tiempos pasados pero que, sin embargo, han de escribirse inútilmente más adelante. Son páginas en blanco para ser leías sin afanes ni convicciones. Son un producto desechable, créame.
Pero antes de que se dé a la epopeya de volver a Google, déjeme decirle algo: si Usted puede mirar con ojos de niño como lo hizo alguna vez; si es capaz de aceptar que la vida no es tan mezquina como parece; si tiene la valentía de asumir que la muerte es mentira; entonces, quizás estas páginas puedan decirle algo. Nada revelador, permítame interrumpirlo. En tiempos en donde se ha perdido la posibilidad del sueño, lo último que Usted necesita -creo yo- son revelaciones.
Pero eso sí: podrán hablarle de algunas cosas que me han pasado. Y le prometo que esta charla no tomará mucho tiempo: sólo serán pequeños recortes que me he querido quedar; pequeñas marcas que han de permanecer en mí.
Por lo tanto, le propongo un trato: lea tranquilo y sin pedirme explicaciones. No es una biografía, así que no tendrá motivos para hacerlo. Y no se atormente por la falta de certezas. Esta es una huella que sólo intenta persistir así. Es un intento, nada más.

25 de septiembre de 2007

Anatomía del viaje: capítulo II



Sin conversar demasiado pero absolutamente decididos, nos acomodamos la campera y nos dirigimos hacia la última calle del pueblo. Allí, donde termina lo que en realidad nunca acaba de comenzar, nos espera un pequeño río que hace ya dos días amanece algo intranquilo.
Pausa.
¿Qué es la distancia? ¿Es una medida o es un punto de vista? Y la medida y el punto de vista, ¿no son acaso la misma cosa? ¿No están hechos del mismo material? Cuando nos alejamos del correr de los días y de nuestra vieja taza de mate cocido, esa que nos alienta incansablemente todas las mañanas, ¿de qué nos alejamos realmente? ¿Nos alejamos (realmente)?
Play.
Llueve parejo en Iruya. Hace varios días que los cielos, casi como enrabiados, baldean incansablemente las pocas calles del pueblo. Parados y con los brazos en jarra sobre la cintura, a la orilla del río, nos miramos con cierta indecisión. El comienzo de nuestra pequeña travesía no se presenta fácil: serán siete kilómetros a pié hasta el poblado de San Lorenzo en compañía de unas aguas que, por lo que cuentan por ahí, han de impedirnos la marcha.
Pausa.
Romper estructuras. Tomar decisiones. Improvisar. Preguntar sin vergüenza. Caminar en silencio. Atreverse. Mirarlo todo con ingenua sorpresa. Reír sin disimulo. Aprender. Perderse sin que eso importe. Preguntar nuevamente (ahora sí con algo de vergüenza). Intentar entender. Fracasar una vez más. El viaje nos pone en escena y al descubierto. Estamos desnudos en la inmensidad del camino; frente al otro, frente a uno mismo. Lo sabido, lo soñado. El sinsentido que se hace sentido porque así se interpreta. Lo que queremos desde siempre y lo que nos queda en los bolsillos desde hace un rato. El viaje que se hace se parece a uno, con todo lo que eso conlleva.
Play.
Nos damos un beso y a continuación sucede. Con cara de conocer de memoria el lugar, me doy a la proeza de saltar unos metros e instantáneamente quedo enterrado hasta la cintura en el barro fresco. El susto da paso a la risa y, mientras me ayuda a salir, mi compañera me sugiere pasar el resto del día en una nadería absoluta. Asiento con la cabeza y miro hacia atrás, con nostalgia, el camino que pudo haber sido.
Estamos lejos de todo y de todos, y ella me abraza. El tiempo es de quien lo emplea, pienso con ánimos de consolarme mientras me acomodo la gorra.
Y me siento bien, muy bien.