
Sin conversar demasiado pero absolutamente decididos, nos acomodamos la campera y nos dirigimos hacia la última calle del pueblo. Allí, donde termina lo que en realidad nunca acaba de comenzar, nos espera un pequeño río que hace ya dos días amanece algo intranquilo.
Pausa.
¿Qué es la distancia? ¿Es una medida o es un punto de vista? Y la medida y el punto de vista, ¿no son acaso la misma cosa? ¿No están hechos del mismo material? Cuando nos alejamos del correr de los días y de nuestra vieja taza de mate cocido, esa que nos alienta incansablemente todas las mañanas, ¿de qué nos alejamos realmente? ¿Nos alejamos (realmente)?
Play.
Llueve parejo en Iruya. Hace varios días que los cielos, casi como enrabiados, baldean incansablemente las pocas calles del pueblo. Parados y con los brazos en jarra sobre la cintura, a la orilla del río, nos miramos con cierta indecisión. El comienzo de nuestra pequeña travesía no se presenta fácil: serán siete kilómetros a pié hasta el poblado de San Lorenzo en compañía de unas aguas que, por lo que cuentan por ahí, han de impedirnos la marcha.
Pausa.
Romper estructuras. Tomar decisiones. Improvisar. Preguntar sin vergüenza. Caminar en silencio. Atreverse. Mirarlo todo con ingenua sorpresa. Reír sin disimulo. Aprender. Perderse sin que eso importe. Preguntar nuevamente (ahora sí con algo de vergüenza). Intentar entender. Fracasar una vez más. El viaje nos pone en escena y al descubierto. Estamos desnudos en la inmensidad del camino; frente al otro, frente a uno mismo. Lo sabido, lo soñado. El sinsentido que se hace sentido porque así se interpreta. Lo que queremos desde siempre y lo que nos queda en los bolsillos desde hace un rato. El viaje que se hace se parece a uno, con todo lo que eso conlleva.
Play.
Nos damos un beso y a continuación sucede. Con cara de conocer de memoria el lugar, me doy a la proeza de saltar unos metros e instantáneamente quedo enterrado hasta la cintura en el barro fresco. El susto da paso a la risa y, mientras me ayuda a salir, mi compañera me sugiere pasar el resto del día en una nadería absoluta. Asiento con la cabeza y miro hacia atrás, con nostalgia, el camino que pudo haber sido.
Estamos lejos de todo y de todos, y ella me abraza. El tiempo es de quien lo emplea, pienso con ánimos de consolarme mientras me acomodo la gorra.
Pausa.
¿Qué es la distancia? ¿Es una medida o es un punto de vista? Y la medida y el punto de vista, ¿no son acaso la misma cosa? ¿No están hechos del mismo material? Cuando nos alejamos del correr de los días y de nuestra vieja taza de mate cocido, esa que nos alienta incansablemente todas las mañanas, ¿de qué nos alejamos realmente? ¿Nos alejamos (realmente)?
Play.
Llueve parejo en Iruya. Hace varios días que los cielos, casi como enrabiados, baldean incansablemente las pocas calles del pueblo. Parados y con los brazos en jarra sobre la cintura, a la orilla del río, nos miramos con cierta indecisión. El comienzo de nuestra pequeña travesía no se presenta fácil: serán siete kilómetros a pié hasta el poblado de San Lorenzo en compañía de unas aguas que, por lo que cuentan por ahí, han de impedirnos la marcha.
Pausa.
Romper estructuras. Tomar decisiones. Improvisar. Preguntar sin vergüenza. Caminar en silencio. Atreverse. Mirarlo todo con ingenua sorpresa. Reír sin disimulo. Aprender. Perderse sin que eso importe. Preguntar nuevamente (ahora sí con algo de vergüenza). Intentar entender. Fracasar una vez más. El viaje nos pone en escena y al descubierto. Estamos desnudos en la inmensidad del camino; frente al otro, frente a uno mismo. Lo sabido, lo soñado. El sinsentido que se hace sentido porque así se interpreta. Lo que queremos desde siempre y lo que nos queda en los bolsillos desde hace un rato. El viaje que se hace se parece a uno, con todo lo que eso conlleva.
Play.
Nos damos un beso y a continuación sucede. Con cara de conocer de memoria el lugar, me doy a la proeza de saltar unos metros e instantáneamente quedo enterrado hasta la cintura en el barro fresco. El susto da paso a la risa y, mientras me ayuda a salir, mi compañera me sugiere pasar el resto del día en una nadería absoluta. Asiento con la cabeza y miro hacia atrás, con nostalgia, el camino que pudo haber sido.
Estamos lejos de todo y de todos, y ella me abraza. El tiempo es de quien lo emplea, pienso con ánimos de consolarme mientras me acomodo la gorra.
Y me siento bien, muy bien.