Luego de caminar algunos kilómetros y de subir unos trescientos o cuatrocientos metros, en silencio y sin apuro, cebo el primer mate. Mi compañera está sumida en un asombro absoluto y opta -gentilmente- por rechazar mi ofrecimiento. Nada se interpone entre la propia percepción y la belleza del lugar. Sin embargo, ella hace el intento. Se esfuerza una y varias veces pero no lo consigue. Yo me encuentro sentado a su lado y, en verdad, tampoco puedo explicármelo.
Es otro mediodía en este enero jujeño y desde las alturas de Peñas Blancas todo puede verse de otra manera: las ansias de la gente por llegar a casa y estar un buen rato; el rostro sin prisa; las manos limpias. Humahuaca está sentada a la mesa y espera por una sopa o un tamal. Sopla una brisa fresca.
Cebo el segundo mate y enciendo un cigarrillo. Mi compañera, ahora, me mira con una sonrisa entreabierta. Está feliz. No es el hecho de haberse alejado de la rutina del trabajo y de los días lo que la tiene con los ojos brillosos. No. Está feliz porque sabe que los viajes empiezan cuando uno los sueña y que, en aquellos andares, todo sucede en medio de una vigilia suave y sigilosa. Ella observa con admiración y en calma, y la parte más honda de la Quebrada la seduce no sin cierta vanidad.
Desde las alturas de una montaña se llega a muchos lugares: se llega a la reflexión del ser y al razonamiento vano de nuestro probable lugar en este gran tablero que es el mundo; se llega a revelar en paz aquel rollo que teníamos velado en ese río de calles que es la memoria; se llega, también, a ponernos más o menos de acuerdo con algunas lejanías que parecían imposibles e inalcanzables. Desde las alturas de una montaña se llega a muchos lugares, pero no se llega al corazón de una mujer. Para esto, indefectiblemente, hacen falta dos cosas: una mirada transparente y cercana, y el milagro de que al cebar torpemente el tercer mate ella lo acepte sin condiciones.
Es otro mediodía en este enero jujeño y desde las alturas de Peñas Blancas todo puede verse de otra manera: las ansias de la gente por llegar a casa y estar un buen rato; el rostro sin prisa; las manos limpias. Humahuaca está sentada a la mesa y espera por una sopa o un tamal. Sopla una brisa fresca.
Cebo el segundo mate y enciendo un cigarrillo. Mi compañera, ahora, me mira con una sonrisa entreabierta. Está feliz. No es el hecho de haberse alejado de la rutina del trabajo y de los días lo que la tiene con los ojos brillosos. No. Está feliz porque sabe que los viajes empiezan cuando uno los sueña y que, en aquellos andares, todo sucede en medio de una vigilia suave y sigilosa. Ella observa con admiración y en calma, y la parte más honda de la Quebrada la seduce no sin cierta vanidad.
Desde las alturas de una montaña se llega a muchos lugares: se llega a la reflexión del ser y al razonamiento vano de nuestro probable lugar en este gran tablero que es el mundo; se llega a revelar en paz aquel rollo que teníamos velado en ese río de calles que es la memoria; se llega, también, a ponernos más o menos de acuerdo con algunas lejanías que parecían imposibles e inalcanzables. Desde las alturas de una montaña se llega a muchos lugares, pero no se llega al corazón de una mujer. Para esto, indefectiblemente, hacen falta dos cosas: una mirada transparente y cercana, y el milagro de que al cebar torpemente el tercer mate ella lo acepte sin condiciones.
Son la una menos veinte, el sol está bien arriba, y me quito los lentes porque, según parece, en Humahuaca algo extraordinario está por suceder.