Advertencia

Las páginas que a continuación Usted habrá de leer -si es que aún no se ha inclinado por otra actividad menos presuntuosa- no pertenecen ni a la ficción ni a la realidad. Son páginas que bien podrían haber sido escritas en tiempos pasados pero que, sin embargo, han de escribirse inútilmente más adelante. Son páginas en blanco para ser leías sin afanes ni convicciones. Son un producto desechable, créame.
Pero antes de que se dé a la epopeya de volver a Google, déjeme decirle algo: si Usted puede mirar con ojos de niño como lo hizo alguna vez; si es capaz de aceptar que la vida no es tan mezquina como parece; si tiene la valentía de asumir que la muerte es mentira; entonces, quizás estas páginas puedan decirle algo. Nada revelador, permítame interrumpirlo. En tiempos en donde se ha perdido la posibilidad del sueño, lo último que Usted necesita -creo yo- son revelaciones.
Pero eso sí: podrán hablarle de algunas cosas que me han pasado. Y le prometo que esta charla no tomará mucho tiempo: sólo serán pequeños recortes que me he querido quedar; pequeñas marcas que han de permanecer en mí.
Por lo tanto, le propongo un trato: lea tranquilo y sin pedirme explicaciones. No es una biografía, así que no tendrá motivos para hacerlo. Y no se atormente por la falta de certezas. Esta es una huella que sólo intenta persistir así. Es un intento, nada más.

22 de septiembre de 2007

Anatomía del viaje: capítulo I


Luego de caminar algunos kilómetros y de subir unos trescientos o cuatrocientos metros, en silencio y sin apuro, cebo el primer mate. Mi compañera está sumida en un asombro absoluto y opta -gentilmente- por rechazar mi ofrecimiento. Nada se interpone entre la propia percepción y la belleza del lugar. Sin embargo, ella hace el intento. Se esfuerza una y varias veces pero no lo consigue. Yo me encuentro sentado a su lado y, en verdad, tampoco puedo explicármelo.
Es otro mediodía en este enero jujeño y desde las alturas de Peñas Blancas todo puede verse de otra manera: las ansias de la gente por llegar a casa y estar un buen rato; el rostro sin prisa; las manos limpias. Humahuaca está sentada a la mesa y espera por una sopa o un tamal. Sopla una brisa fresca.
Cebo el segundo mate y enciendo un cigarrillo. Mi compañera, ahora, me mira con una sonrisa entreabierta. Está feliz. No es el hecho de haberse alejado de la rutina del trabajo y de los días lo que la tiene con los ojos brillosos. No. Está feliz porque sabe que los viajes empiezan cuando uno los sueña y que, en aquellos andares, todo sucede en medio de una vigilia suave y sigilosa. Ella observa con admiración y en calma, y la parte más honda de la Quebrada la seduce no sin cierta vanidad.
Desde las alturas de una montaña se llega a muchos lugares: se llega a la reflexión del ser y al razonamiento vano de nuestro probable lugar en este gran tablero que es el mundo; se llega a revelar en paz aquel rollo que teníamos velado en ese río de calles que es la memoria; se llega, también, a ponernos más o menos de acuerdo con algunas lejanías que parecían imposibles e inalcanzables. Desde las alturas de una montaña se llega a muchos lugares, pero no se llega al corazón de una mujer. Para esto, indefectiblemente, hacen falta dos cosas: una mirada transparente y cercana, y el milagro de que al cebar torpemente el tercer mate ella lo acepte sin condiciones.
Son la una menos veinte, el sol está bien arriba, y me quito los lentes porque, según parece, en Humahuaca algo extraordinario está por suceder.