
De manera impune y hasta desprejuiciosa, mi vecino siempre hace lo mismo: cierra con llave y candado la casa de su madre, y se queda mirando por el ojo de la cerradura cual si fuese una especie de voyeur. Pareciera querer asegurarse de que lo que allí guarda no tendrá forma de salirse. Y, al parecer, no se equivoca.
Mi vecino bien podría llamarse Carlos y tener unos sesenta largos, aunque -en verdad- no sé nada acerca de él. Ciertamente alto y de nariz prominente, viste de manera sencilla pero rozando con lo descuidado. Hombre de manos grandes y de buena musculatura; de cabello gris por las canas y de andar siempre apurado. Muy respetuoso a la hora de saludar, yo diría que por momentos es empalagosamente atento (pero el prejuicio es mío; lo sé). Un gran saludador, como lo llaman algunos amigos míos.
En fin, yo vivo en una casa de pasillo, departamento interno que le dicen. Él comparte conmigo ese pasillo -junto con otras tres familias- pero no vive ahí (quizás tiempo atrás lo haya hecho). Ahí vive su madre, según dicen; una señora muy avejentada y algo enferma, en una casa que divide al pasillo en dos mitades de forma casi matemática.
Tres o cuatro veces por semana, entrando la tardecita y medio a los portazos, mi vecino cierra la puerta de chapa de la casa de su madre y mira a través de la cerradura por varios minutos. Yo suelo verlo al entrar o al salir de mi casa. Mi presencia nunca perturba su cotidiano ritual, y la apreciación que de él hago dura lo que dura el pasillo, es decir, unos setenta metros más o menos. Algún riguroso lector observará que si la medida del pasillo es la antes mencionada, yo sólo puedo observarlo durante los primeros treinta y cinco metros que camino hacia él para luego perderlo de vista al pasarlo. Pues bien, dicha rigurosidad obliga a un acto de franqueza: siempre giro la cabeza, al pasar, y continúo mirándolo. Lo único que me impide continuar con mi ritual, según esté entrando o saliendo, es el patio de mi casa o la vereda.
Mi vecino no parece poner en juego ningún mecanismo intelectual, sino más bien agudizar los sentidos. Pero, ¿qué es lo que mira? ¿Mira a su madre? Mi hermana está convencida de que sí, pero ella se encuentra cursando segundo año de psicología y, como ustedes han de comprender, está en la etapa de creer que detrás de cada cosa hay un complejo. Tales razones no serán incluidas en éste relato (la descalificación es mía; también lo sé).
Pero entonces, ¿por qué la mira? Y sobre todo, ¿por qué lo hace con tanta rigurosidad? El hombre mira y escucha por varios minutos, y luego se va. ¿Será su guardia una tarea forjada a fuerza de alguna culpa de tiempos pasados? ¿Su madre será una persona compulsiva con arrebatos de huida? ¿Existirá su madre, o sólo serán patos y gallinas los que sufren el encierro en ese lugar?
La casa de la que les hablo, por su parte, es una casa muy venida abajo, a la que entran y salen gatos de todo el barrio. Según comentarios algo maliciosos, está llena de humedad y abundan -amontonadas- bolsas de basura en estado de putrefacción.
Pero mi vecino nunca tiene cara de humedad o de bolsas de basura amontonadas; más bien, tiene cara de cansancio. De ese cansancio propio de los que esperan que algo termine para poder empezar con, o al menos para poder continuar sin. La vida, por momentos, suele ser injusta y cruel; pero eso ya lo sabemos. Y mi vecino también lo sabe. Y sabe que las convenciones culturales suelen ser muy severas y que no dan margen para justificaciones existenciales.
Mi vecino está cansado y le duele la cintura. Sin embargo, luego de cerrar con llave y candado, se agacha y vuelve a mirar por la cerradura. En verdad, no me gusta mi vecino, y menos me gusta aún la manera en que no me gusta mi vecino. En un acto de copia despiadada, confieso que hay un vecino por el que no me atrevo a pasar.
Mi vecino bien podría llamarse Carlos y tener unos sesenta largos, aunque -en verdad- no sé nada acerca de él. Ciertamente alto y de nariz prominente, viste de manera sencilla pero rozando con lo descuidado. Hombre de manos grandes y de buena musculatura; de cabello gris por las canas y de andar siempre apurado. Muy respetuoso a la hora de saludar, yo diría que por momentos es empalagosamente atento (pero el prejuicio es mío; lo sé). Un gran saludador, como lo llaman algunos amigos míos.
En fin, yo vivo en una casa de pasillo, departamento interno que le dicen. Él comparte conmigo ese pasillo -junto con otras tres familias- pero no vive ahí (quizás tiempo atrás lo haya hecho). Ahí vive su madre, según dicen; una señora muy avejentada y algo enferma, en una casa que divide al pasillo en dos mitades de forma casi matemática.
Tres o cuatro veces por semana, entrando la tardecita y medio a los portazos, mi vecino cierra la puerta de chapa de la casa de su madre y mira a través de la cerradura por varios minutos. Yo suelo verlo al entrar o al salir de mi casa. Mi presencia nunca perturba su cotidiano ritual, y la apreciación que de él hago dura lo que dura el pasillo, es decir, unos setenta metros más o menos. Algún riguroso lector observará que si la medida del pasillo es la antes mencionada, yo sólo puedo observarlo durante los primeros treinta y cinco metros que camino hacia él para luego perderlo de vista al pasarlo. Pues bien, dicha rigurosidad obliga a un acto de franqueza: siempre giro la cabeza, al pasar, y continúo mirándolo. Lo único que me impide continuar con mi ritual, según esté entrando o saliendo, es el patio de mi casa o la vereda.
Mi vecino no parece poner en juego ningún mecanismo intelectual, sino más bien agudizar los sentidos. Pero, ¿qué es lo que mira? ¿Mira a su madre? Mi hermana está convencida de que sí, pero ella se encuentra cursando segundo año de psicología y, como ustedes han de comprender, está en la etapa de creer que detrás de cada cosa hay un complejo. Tales razones no serán incluidas en éste relato (la descalificación es mía; también lo sé).
Pero entonces, ¿por qué la mira? Y sobre todo, ¿por qué lo hace con tanta rigurosidad? El hombre mira y escucha por varios minutos, y luego se va. ¿Será su guardia una tarea forjada a fuerza de alguna culpa de tiempos pasados? ¿Su madre será una persona compulsiva con arrebatos de huida? ¿Existirá su madre, o sólo serán patos y gallinas los que sufren el encierro en ese lugar?
La casa de la que les hablo, por su parte, es una casa muy venida abajo, a la que entran y salen gatos de todo el barrio. Según comentarios algo maliciosos, está llena de humedad y abundan -amontonadas- bolsas de basura en estado de putrefacción.
Pero mi vecino nunca tiene cara de humedad o de bolsas de basura amontonadas; más bien, tiene cara de cansancio. De ese cansancio propio de los que esperan que algo termine para poder empezar con, o al menos para poder continuar sin. La vida, por momentos, suele ser injusta y cruel; pero eso ya lo sabemos. Y mi vecino también lo sabe. Y sabe que las convenciones culturales suelen ser muy severas y que no dan margen para justificaciones existenciales.
Mi vecino está cansado y le duele la cintura. Sin embargo, luego de cerrar con llave y candado, se agacha y vuelve a mirar por la cerradura. En verdad, no me gusta mi vecino, y menos me gusta aún la manera en que no me gusta mi vecino. En un acto de copia despiadada, confieso que hay un vecino por el que no me atrevo a pasar.