Advertencia

Las páginas que a continuación Usted habrá de leer -si es que aún no se ha inclinado por otra actividad menos presuntuosa- no pertenecen ni a la ficción ni a la realidad. Son páginas que bien podrían haber sido escritas en tiempos pasados pero que, sin embargo, han de escribirse inútilmente más adelante. Son páginas en blanco para ser leías sin afanes ni convicciones. Son un producto desechable, créame.
Pero antes de que se dé a la epopeya de volver a Google, déjeme decirle algo: si Usted puede mirar con ojos de niño como lo hizo alguna vez; si es capaz de aceptar que la vida no es tan mezquina como parece; si tiene la valentía de asumir que la muerte es mentira; entonces, quizás estas páginas puedan decirle algo. Nada revelador, permítame interrumpirlo. En tiempos en donde se ha perdido la posibilidad del sueño, lo último que Usted necesita -creo yo- son revelaciones.
Pero eso sí: podrán hablarle de algunas cosas que me han pasado. Y le prometo que esta charla no tomará mucho tiempo: sólo serán pequeños recortes que me he querido quedar; pequeñas marcas que han de permanecer en mí.
Por lo tanto, le propongo un trato: lea tranquilo y sin pedirme explicaciones. No es una biografía, así que no tendrá motivos para hacerlo. Y no se atormente por la falta de certezas. Esta es una huella que sólo intenta persistir así. Es un intento, nada más.

25 de septiembre de 2007

Anatomía del viaje: capítulo III


Sin miramientos de ningún tipo y en un inglés más que fluido la cámara profiere slow battery, y entonces me dispongo a sentarme sobre unas piedras que parecen haber estado esperándome después de tanto caminar. Desde hace varias horas me siento minúsculo, imperceptible, casi insignificante; como perdido en una inmensidad que todo lo abarca, que todo lo llena. Es una inmensidad colmada de historia y de historias; de gritos de lucha. Lleva un poco más de cuatro siglos tratando de explicar cómo eran las cosas por aquel entonces. Y aún lo intenta.
Meditativo y contemplándolo todo, el Pukará de Tilcara sabe que la Historia no siempre nos ayuda a comprender el presente o a prever el futuro. Más aún: lo hace, sino nunca, muy pocas veces. Pero esta gran fortaleza sabe también que el pasado es un lugar que merece ser transitado, que merece ser habitado en algún momento y de alguna manera. Es por eso que se encuentra en calma: hoy o mañana, y como se pueda, todos hemos de mirar hacia atrás.
Los Incas primero, los españoles después; el irremediable paso del tiempo. Las formas disímiles que asume la percepción encaprichada con lo que se ve y con lo que se esconde. Lo no dicho en todas partes puesto en conversación con lo que se rumorea por ahí. Los diálogos atemporales que no piden permiso. Lo que se quiere saber. Las ansias del conocimiento y sus previsibles fronteras. Mi lugar insignificante, otra vez. Todo sucede de la manera en que debe suceder. Y el cuerpo lo sabe.
A unos minutos de emprender el descenso, vagabundeando junto a dos o tres ideas, trato de comprender si es que parte de mí se ha quedado sentado sobre esas piedras, o si es que algo, al menos algo, de toda esa inmensidad se me ha colgado de los hombros para no bajarse más. No lo sé, y poco importa.
Los viajes dentro del viaje. Los que fuimos al irnos, se hace evidente, no seremos los mismos al volver.

Anatomía del viaje: capítulo II



Sin conversar demasiado pero absolutamente decididos, nos acomodamos la campera y nos dirigimos hacia la última calle del pueblo. Allí, donde termina lo que en realidad nunca acaba de comenzar, nos espera un pequeño río que hace ya dos días amanece algo intranquilo.
Pausa.
¿Qué es la distancia? ¿Es una medida o es un punto de vista? Y la medida y el punto de vista, ¿no son acaso la misma cosa? ¿No están hechos del mismo material? Cuando nos alejamos del correr de los días y de nuestra vieja taza de mate cocido, esa que nos alienta incansablemente todas las mañanas, ¿de qué nos alejamos realmente? ¿Nos alejamos (realmente)?
Play.
Llueve parejo en Iruya. Hace varios días que los cielos, casi como enrabiados, baldean incansablemente las pocas calles del pueblo. Parados y con los brazos en jarra sobre la cintura, a la orilla del río, nos miramos con cierta indecisión. El comienzo de nuestra pequeña travesía no se presenta fácil: serán siete kilómetros a pié hasta el poblado de San Lorenzo en compañía de unas aguas que, por lo que cuentan por ahí, han de impedirnos la marcha.
Pausa.
Romper estructuras. Tomar decisiones. Improvisar. Preguntar sin vergüenza. Caminar en silencio. Atreverse. Mirarlo todo con ingenua sorpresa. Reír sin disimulo. Aprender. Perderse sin que eso importe. Preguntar nuevamente (ahora sí con algo de vergüenza). Intentar entender. Fracasar una vez más. El viaje nos pone en escena y al descubierto. Estamos desnudos en la inmensidad del camino; frente al otro, frente a uno mismo. Lo sabido, lo soñado. El sinsentido que se hace sentido porque así se interpreta. Lo que queremos desde siempre y lo que nos queda en los bolsillos desde hace un rato. El viaje que se hace se parece a uno, con todo lo que eso conlleva.
Play.
Nos damos un beso y a continuación sucede. Con cara de conocer de memoria el lugar, me doy a la proeza de saltar unos metros e instantáneamente quedo enterrado hasta la cintura en el barro fresco. El susto da paso a la risa y, mientras me ayuda a salir, mi compañera me sugiere pasar el resto del día en una nadería absoluta. Asiento con la cabeza y miro hacia atrás, con nostalgia, el camino que pudo haber sido.
Estamos lejos de todo y de todos, y ella me abraza. El tiempo es de quien lo emplea, pienso con ánimos de consolarme mientras me acomodo la gorra.
Y me siento bien, muy bien.

24 de septiembre de 2007

Rigurosidad


De manera impune y hasta desprejuiciosa, mi vecino siempre hace lo mismo: cierra con llave y candado la casa de su madre, y se queda mirando por el ojo de la cerradura cual si fuese una especie de voyeur. Pareciera querer asegurarse de que lo que allí guarda no tendrá forma de salirse. Y, al parecer, no se equivoca.
Mi vecino bien podría llamarse Carlos y tener unos sesenta largos, aunque -en verdad- no sé nada acerca de él. Ciertamente alto y de nariz prominente, viste de manera sencilla pero rozando con lo descuidado. Hombre de manos grandes y de buena musculatura; de cabello gris por las canas y de andar siempre apurado. Muy respetuoso a la hora de saludar, yo diría que por momentos es empalagosamente atento (pero el prejuicio es mío; lo sé). Un gran saludador, como lo llaman algunos amigos míos.
En fin, yo vivo en una casa de pasillo, departamento interno que le dicen. Él comparte conmigo ese pasillo -junto con otras tres familias- pero no vive ahí (quizás tiempo atrás lo haya hecho). Ahí vive su madre, según dicen; una señora muy avejentada y algo enferma, en una casa que divide al pasillo en dos mitades de forma casi matemática.
Tres o cuatro veces por semana, entrando la tardecita y medio a los portazos, mi vecino cierra la puerta de chapa de la casa de su madre y mira a través de la cerradura por varios minutos. Yo suelo verlo al entrar o al salir de mi casa. Mi presencia nunca perturba su cotidiano ritual, y la apreciación que de él hago dura lo que dura el pasillo, es decir, unos setenta metros más o menos. Algún riguroso lector observará que si la medida del pasillo es la antes mencionada, yo sólo puedo observarlo durante los primeros treinta y cinco metros que camino hacia él para luego perderlo de vista al pasarlo. Pues bien, dicha rigurosidad obliga a un acto de franqueza: siempre giro la cabeza, al pasar, y continúo mirándolo. Lo único que me impide continuar con mi ritual, según esté entrando o saliendo, es el patio de mi casa o la vereda.
Mi vecino no parece poner en juego ningún mecanismo intelectual, sino más bien agudizar los sentidos. Pero, ¿qué es lo que mira? ¿Mira a su madre? Mi hermana está convencida de que sí, pero ella se encuentra cursando segundo año de psicología y, como ustedes han de comprender, está en la etapa de creer que detrás de cada cosa hay un complejo. Tales razones no serán incluidas en éste relato (la descalificación es mía; también lo sé).
Pero entonces, ¿por qué la mira? Y sobre todo, ¿por qué lo hace con tanta rigurosidad? El hombre mira y escucha por varios minutos, y luego se va. ¿Será su guardia una tarea forjada a fuerza de alguna culpa de tiempos pasados? ¿Su madre será una persona compulsiva con arrebatos de huida? ¿Existirá su madre, o sólo serán patos y gallinas los que sufren el encierro en ese lugar?
La casa de la que les hablo, por su parte, es una casa muy venida abajo, a la que entran y salen gatos de todo el barrio. Según comentarios algo maliciosos, está llena de humedad y abundan -amontonadas- bolsas de basura en estado de putrefacción.
Pero mi vecino nunca tiene cara de humedad o de bolsas de basura amontonadas; más bien, tiene cara de cansancio. De ese cansancio propio de los que esperan que algo termine para poder empezar con, o al menos para poder continuar sin. La vida, por momentos, suele ser injusta y cruel; pero eso ya lo sabemos. Y mi vecino también lo sabe. Y sabe que las convenciones culturales suelen ser muy severas y que no dan margen para justificaciones existenciales.
Mi vecino está cansado y le duele la cintura. Sin embargo, luego de cerrar con llave y candado, se agacha y vuelve a mirar por la cerradura. En verdad, no me gusta mi vecino, y menos me gusta aún la manera en que no me gusta mi vecino. En un acto de copia despiadada, confieso que hay un vecino por el que no me atrevo a pasar.

22 de septiembre de 2007

Extrañas lejanías


La blanca luz de la sala, casi a la perfección, la determina en toda su figura. La miro fijamente y me pregunto por ella: ¿quién es?, ¿qué hace acá?, ¿por qué es que aún no se ha ido? Desde hace algunas horas camina con apuro y con cierta indecisión. Ella ha advertido mi presencia; sin embargo, por momentos, mi aparente indiferencia la confunde.
Suena el teléfono. Ella me mira. Atiendo y se corta. Lo que ella no entiende es que cuando suena el teléfono y, al atender, se corta, en realidad se cortan muchas cosas: se corta la soga donde tendías la ropa limpia; se corta el rollo y se velan las fotos del bautismo de Mercedes; se corta mi dedo -¿te acordas?- aquella vez que trataba de arreglar la radio, y vos te reías, ¡que lindo que te reías! Pero ella no comprende lo que pasa. Sólo me mira y permanece quieta, a la espera.
Voy a la cocina y tomo el diario de ayer. Vuelvo a la sala. Leo las mismas noticias que leí ayer. No me sorprende (suele ocurrir, al menos en casi todos los casos, que cuando uno lee “hoy” el diario de ayer vuelve a leer las mismas noticias).
Me siento en el piso y enciendo un cigarrillo. Hago aros de humo y pienso. ¿Cómo estarán las cosas? ¿Qué será de algunas cosas? El silencio comienza a molestarme y entonces la miro como invitándola al diálogo. ¡Que frío que se puso ahora, no! Sí, ya sé, anoche igual. Pero, bueno, viste que el tiempo cambia siempre sin preguntar. A lo mejor…Sí, ya sé, como muchas cosas; como muchas cosas que cambian sin preguntar...
El reloj anuncia la llegada de la medianoche. Ahora la miro fijamente y frunzo el ceño. Ella continúa igual, inmutable. Yo no sabía bien cómo era la cosa. Bah, sí sabía, pero, ¡qué se yo! Hay cosas que uno tiene que hacer. ¡No, no te digo a como dé lugar! ¡No! Lo que te digo es que, al final, uno lo hace y punto. Sí, es verdad, uno se prepara y trata de ser lo más cuidadoso posible, pero en el momento te olvidas de todo...
Ahora gira sobre sí y me da la espalda. Ya no me aguanto. El pulso me tiembla y quiero gritar. ¡Te juro que yo no lo sabía! ¡¿Por qué mierda no me crees?! ¿No te das cuenta? ¡Nos estaban matando, nena! ¿Qué, no lo sabías? Sí. Entraban a la noche, a tu casa, te prendían la luz, y con los ojos llenos de odio te pegaban un tiro. Te mataban a vos, a tu mujer, y a tus pibes. ¿Qué carajo querés que hiciéramos? Yo no lo sabía. Nadie lo sabía. No sabíamos que en aquel auto había un bebe. Para cuando lo supimos, la explosión de la bomba había dado paso al llanto, y entonces todos corrimos. Parte de mí murió esa noche. Yo no lo sabía...
Me seco la cara con la manga del suéter y trato de serenarme. La cucaracha, en el rincón de la sala, continúa dándome la espalda. Suena el teléfono y se corta. Hace frío. Estoy solo, en algún lugar, y no puedo pisarla.

Anatomía del viaje: capítulo I


Luego de caminar algunos kilómetros y de subir unos trescientos o cuatrocientos metros, en silencio y sin apuro, cebo el primer mate. Mi compañera está sumida en un asombro absoluto y opta -gentilmente- por rechazar mi ofrecimiento. Nada se interpone entre la propia percepción y la belleza del lugar. Sin embargo, ella hace el intento. Se esfuerza una y varias veces pero no lo consigue. Yo me encuentro sentado a su lado y, en verdad, tampoco puedo explicármelo.
Es otro mediodía en este enero jujeño y desde las alturas de Peñas Blancas todo puede verse de otra manera: las ansias de la gente por llegar a casa y estar un buen rato; el rostro sin prisa; las manos limpias. Humahuaca está sentada a la mesa y espera por una sopa o un tamal. Sopla una brisa fresca.
Cebo el segundo mate y enciendo un cigarrillo. Mi compañera, ahora, me mira con una sonrisa entreabierta. Está feliz. No es el hecho de haberse alejado de la rutina del trabajo y de los días lo que la tiene con los ojos brillosos. No. Está feliz porque sabe que los viajes empiezan cuando uno los sueña y que, en aquellos andares, todo sucede en medio de una vigilia suave y sigilosa. Ella observa con admiración y en calma, y la parte más honda de la Quebrada la seduce no sin cierta vanidad.
Desde las alturas de una montaña se llega a muchos lugares: se llega a la reflexión del ser y al razonamiento vano de nuestro probable lugar en este gran tablero que es el mundo; se llega a revelar en paz aquel rollo que teníamos velado en ese río de calles que es la memoria; se llega, también, a ponernos más o menos de acuerdo con algunas lejanías que parecían imposibles e inalcanzables. Desde las alturas de una montaña se llega a muchos lugares, pero no se llega al corazón de una mujer. Para esto, indefectiblemente, hacen falta dos cosas: una mirada transparente y cercana, y el milagro de que al cebar torpemente el tercer mate ella lo acepte sin condiciones.
Son la una menos veinte, el sol está bien arriba, y me quito los lentes porque, según parece, en Humahuaca algo extraordinario está por suceder.

21 de septiembre de 2007

Vení, dejame que te cuente


Levanto la vista y una puerta entre abierta me invita a pasar. Es una puerta vieja, de madera, de esas que ya no se ven. No tiene llave ni picaporte, sólo conserva un pequeño vaivén fruto de largos años de abrirse y cerrarse laboriosamente. Con pasos de niño me voy acercando mientras un claro de luz, desde una ventana cercana, a mi derecha, me entibia la piel. Escucho de fondo una radio cualquiera -noticias que ya no importan- y el crujido característico del mimbre desprendiéndose de una silla mecedora.
Muy suavemente empujo la puerta y un olor a cocina me invade el alma, en un ahogo que difícilmente podré olvidar. No es una cocina y nada más. Es la cocina de Doña Tita, mi abuela, que se alza imponente. Chiquita, enigmática, olvidada; perdida en una casona de estilo colonial que resiste al paso de los años y de la humedad. Mis ojos quieren dejar de ver para empezar a mirar. Todavía hay harina sobre la mesada, y el agua está a punto de hervir. Parece que hoy seremos muchos a la mesa.
Sabés abuela, quiero ser bombero o policía en moto; o mejor no, quiero ser abogado. Voy a poner en penitencia a todos los que hacen renegar o no convidan; a los que les pegan a los perros. Quiero que a nadie le falte un tren o un puñado de caramelos ácidos...
El piso es de mosaico duro: cuadrados de veinte por veinte en gris y marrón. Está limpio (creo que siempre lo ha estado). A mi izquierda, las contradicciones del tiempo y sus andares: una máquina de coser “Singer” y una heladera cuatro estrellas se disputan la preferencia. La resistencia y el cambio, algunas veces, pueden convivir en paz.
Una mesa chiquita con cuatro sillas y un pequeño mueble -por detrás- ocupan orgullosamente el centro de la cocina. Una gran cantidad de cacharros, sartenes y ollas se esconden bajo la mesada, mientras que, por encima, bien a la vista, se lucen latas y frascos de "Terrabusi” y otras marcas con logos y tipografías características de otro siglo.
Sigo mirando. La pileta y los platos ausentes; el horno y las hornallas. Me detengo en otro ahogo: la pava para el mate yace resplandeciente a la espera del fuego (pero el fuego es de otro tiempo).
Vení abuela, dejá esos platos y esas aspirinas que te quiero contar cómo voy a hacer para cambiar al mundo. No importa que hayan pasado tantos golpes de estado y tanta dictadura, y que te hayamos enterrado en una mañana que fue para siempre. No, no importa. Hablame del abuelo y del sindicato del calzado, quiero saber. Enseñame a defender el honor de ser uno mismo y contame cómo se sangra en busca de la dignidad...
Decime abuela cómo hiciste para entenderlo todo sin preguntar, sin desesperar. Y no me mires así, con los ojos cansados, si todavía suena un tango del Polaco y vos, en éste abril de fiesta, me ayudás con la letra. Dormí si querés, dormí; que yo estoy acá despierto y en silencio, con una sonrisa entre labios, viéndote, con los ojos lluviosos...

La geografía se completa con un calefón que, quizás, aún funcione y otra puerta -más humilde ésta y con mosquitero- que da al patio justo para tender la ropa.
Suspiro frente a la puerta que hace instantes me invitó a pasar y pienso en lo evidente de las cosas. Levanto la vista, nuevamente. Clavado con una chinche, un almanaque grande, con marco de metal, se muestra en la parte de atrás de dicha puerta.
Los días se han borrado y el año no se puede leer.